En aquellos días Dios puso a prueba a Abrahán llamándole: “Abrahán”. Él respondió: “Aquí me tienes”. Dios le dijo: “Toma a tu único hijo, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, sobre uno de los montes que yo te indicaré”. Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí un altar y apiló la leña. Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor gritó desde el cielo: “Abrahán, Abrahán!”. El contestó: “Aquí me tienes”. El ángel le ordenó: “No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo”. Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrifico en lugar de su hijo. (Génesis 22, 1-9) Primera Lectura
Del Evangelio según san Marcos
En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se le aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo”. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, sólo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: “No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos”. Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos. (Marcos 9, 1-9) Evangelio
Transfigúrame, Señor, transfigúrame.
Quiero ser tu vidriera,
tu alta vidriera azul, morada y amarilla.
Quiero ser mi figura, sí, mi historia,
pero de ti en tu gloria traspasado.
Mas no a mí solo,
purifica también a todos los hijos de tu Padre
que te rezan conmigo o te rezaron,
o que acaso ni una madre tuvieron
que les guiara a balbucir el Padrenuestro.
Transfigúranos, Señor, transfigúranos.
Si acaso no te saben, o te dudan
o te blasfeman, límpiales el rostro
como a ti la Verónica;
descórreles las densas cataratas de sus ojos,
que te vean, Señor, como te veo.
Transfigúralos, Señor, transfigúralos.
Que todos puedan, en la misma nube
que a ti te envuelve, despojarse del mal y revestirse
de su figura vieja y en ti transfigurada.
Y a mí, con todos ellos, transfigúrame.
Transfigúranos, Señor, transfigúranos.
REFLEXIÓN
Es indudable que la imagen de que nuestro Dios, el Dios vivo y verdadero, sea un bárbaro sanguinario es tan falsa como inaceptable. El que este relato tenga un lugar tan destacado en la Escritura santa obedece, entre otras causas, a dos motivos. Por una parte, el autor quiso mostrar que Dios rechaza los sacrificios humanos, práctica no infrecuente en el entorno de Israel; y por otra, al precio de un esquema menos dificultoso y escandaloso para el espíritu de aquel tiempo que para el nuestro, quiere subrayar de forma muy explícita la fe de Abrahán. La fe de Abrahán es ejemplar, se convierte en paradigma de todo el Antiguo Testamento. La actitud activa y obediente de Abrahán demuestra que cree a Dios lo suficientemente poderoso y fiel para cumplir sus promesas, incluso a pesar de la negación, por encima de la muerte. Confiarse a El siempre es acierto. ¿Es así nuestra fe? Cada uno de nosotros podemos interrogarnos: ¿es así mi fe?, ¿creo en Dios de verdad, en su Palabra, en sus promesas?, ¿está el oído de mi corazón atento a lo que El me pide en cada momento, acepto sus mandatos? Quizá nunca me he preguntado esto con seriedad y me contento con exigir Misa el día de san Isidro o santa Bárbara, para conjurar pedriscos y rayos.
No debemos nosotros criticar ese, algo desviado, impulso de generosidad de Pedro en la montaña alta. Sin embargo, no podemos menos de resaltar el hecho curioso de cómo los hombres nos preocupamos siempre de construir una casa a Dios que, en cambio, ha descendido sobre la tierra precisamente para habitar en la casa del hombre. Con facilidad olvidamos que él quiere instalarse en nuestra casa, en nuestra vida, en el centro de nuestras ocupaciones diarias, en lo hondo de nuestro corazón. Sí, el corazón del hombre es el lugar preferido por Dios. Es verdad que a Dios se le halla en el templo y que también en él nos habla, mas sería un desgraciado error tenerlo como a distancia y, así, no entrara en nuestro interior. Al haberse encarnado, ha manifestado su voluntad de acompañarnos en el discurrir diario, en todas y cada una de nuestras acciones, iluminándolas y encauzándolas. Es hermoso y enteramente necesario acudir unidos en la escucha de su Palabra en el templo, celebrarlo comunitaria y fraternalmente; pero cuánta alegría y paz proporciona el saber que todas las horas, incluso en las más tenebrosas, podemos hallarlo en nuestro interior como fuerza y guía, como Maestro y Señor. Es don de su Amor gratuito. Avivar y revitalizar esta realidad es tarea propia de la Cuaresma, itinerario penitente y gozoso. La transfiguración en la montaña alta no es todavía la Luz de Luz, mas sí ya es una tenue lucecita que nos orienta en los trechos oscuros –que no son pocos- del camino de la vida. Seguir a Jesucristo, Luz del mundo, es tarea primordial en la Cuaresma.
NOTICIAS
El domingo 26 enterramos en Almenara de Tormes a Juan Francisco García Sandoval. Descanse en paz.
RELATO
No menos de seis veces, en el primer capítulo del primer Libro sagrado, te presentas, Señor, creando los días de la semana y fijando la tarde como punto de partida. La manera de contar el tiempo de los hombres de hoy no es la tuya, Señor. Los hombres, instintivamente, sitúan la mañana como comienzo de la jornada. El día comienza con la blancura del alba. Después vienen la alegría de la aurora, el alzarse del sol, la gloria del mediodía, la declinación y la sombra, la tristeza del crepúsculo y por fin la tragedia física y el terror de las tinieblas. Contigo, Señor, no es así. Tú proclamas que primero hubo una tarde y a continuación una mañana. Tu día comienza en el atardecer, en la oscuridad nocturna y se mueve hacia la mañana, hacia la luz, hacia el resplandor de la zarza ardiente y del sol de mediodía. Así nuestro amor, siempre comenzando, siempre tan débil, incierto y amenazado irá abriéndose hacia la claridad del amor sin límites. Sin duda, la tarde volverá. Pero un abismo separa la visión de una jornada que desciende hacia la noche y la de una jornada que sube hacia la mañana. Lo que importa, Señor, es el sentido que Tú le das al movimiento de los días. Del orden que siguen, haces para nosotros un símbolo. Desde el comienzo has orientado la evolución del tiempo hacia tu plenitud luminosa. Tú nos orientas hacia la luz de la mañana, hacia Ti, que eres la Luz. (Un monje de la Iglesia de Oriente)
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